Cómo y por qué está cambiando nuestro sentido común y qué hacer para resistir

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Estas herramientas pueden ser utilizadas tanto para perpetuar la opresión como para promover la liberación. Foto: EFE


Por: Manu Pineda

22 de enero de 2025 Hora: 20:40

Análisis de la Guerra Cognitiva

La idea de la «batalla cultural» viene de hace más de un siglo, cuando pensadores como Antonio Gramsci hablaron de cómo la cultura sirve para mantener el poder de los grupos más privilegiados. Hoy, esta lucha se ha convertido en un enfrentamiento de ideas donde se discuten valores, creencias y significados. Todo esto ocurre en un mundo cada vez más conectado por la globalización y las nuevas tecnologías.

En esta pelea, los objetivos principales son: la mente de las personas, los espacios donde vivimos nuestro día a día y los símbolos que admiramos. Los grupos poderosos, bajo el disfraz de «defender la libertad», promueven ideas como el «mercado libre» que, en la práctica, traen trabajos precarios, normalizan la desigualdad en los medios y fomentan el consumo mientras silencian a quienes piensan diferente. En pocas palabras, el conjunto de las derechas, sean de la matriz que sean, están dando una batalla cultural que tiene como objetivo cambiar nuestro sentido común y que aceptemos o, incluso apoyemos, un claro retroceso en nuestros derechos y libertades, y veamos como “normales” situaciones que hace pocos años no hubiéramos entendido más que como una distopia propia de una película de ciencia ficción de bajo presupuesto.

La derecha no es un grupo único, sino una mezcla de ideas como el conservadurismo, el ultraliberalismo, el nacionalismo y el autoritarismo. Aunque se presenta como moderna, impulsa valores que refuerzan la desigualdad, como la meritocracia (la idea de que cada quien se gana su lugar solo por esfuerzo), el racismo, el machismo, la homofobia y un modelo económico ultraliberal que destruye servicios públicos que considerábamos garantizados para el conjunto de la sociedad, como la sanidad y la educación.

Esta lucha cultural no es solo un tema de ideas; es también una pelea por redefinir conceptos como «libertad» y «cambio», de los que estos grupos están intentando apropiarse y a los que nosotros debemos seguir manteniendo desde nuestra visión de clase.

Para entender la dimensión de esta batalla es necesario conocer cuáles son las armas que están utilizando los impulsores de este cambio de paradigma y de este modo comprenderemos también lo ambicioso que es su objetivo, lo diagnosticado que tienen el escenario y lo estudiado que tienen el tratamiento que deben aplicar para alcanzar su meta, meto que están alcanzando con un éxito desigual en el mundo. Por ejemplo, las tesis más reaccionarias se están extendiendo, prácticamente sin resistencia, por toda Europa y Norteamérica, mientras que América Latina sigue resistiendo salvo algunas excepciones (Bolsonaro, Milei, Bukele…)

La relación entre la guerra cognitiva, el trabajo en red y las redes neuronales puede entenderse como la unión de tres herramientas que juntas sirven para influir, procesar información y llevar a cabo estrategias modernas de conflicto. Aquí va una explicación más sencilla de cómo se conectan y de cómo los defensores del ultraliberalismo y el autoritarismo las están utilizando como herramientas eficaces para cambiar el sentido común:

La guerra cognitiva es básicamente un tipo de conflicto que busca meterse en la cabeza de las personas y cambiar cómo piensan o actúan. No se trata de armas ni de ataques físicos, sino de manipular lo que la gente cree, siente o percibe como verdad.

¿Cómo se hace esto? Usando tecnología avanzada, como inteligencia artificial, datos masivos y estrategias psicológicas, para crear mensajes que confundan, engañen o influyan en las personas. Por ejemplo, se pueden usar las redes sociales para difundir noticias falsas, rumores o ideas diseñadas para cambiar lo que la gente piensa o para dividir grupos.

El trabajo en red consiste en que muchas personas, sistemas o grupos colaboren para lograr un objetivo común. En el caso de la guerra cognitiva, se usa el trabajo en red para que los mensajes lleguen a más personas y con mayor rapidez. Esto pasa en:

  • Redes sociales: Plataformas como Instagram, Twitter o Facebook son el medio ideal para difundir ideas y manipular a grandes grupos.
  • Grupos descentralizados: Varias personas o equipos pueden coordinarse desde distintos lugares sin necesidad de un centro único. Esto hace que sea más difícil su detección.
  • Colaboración entre expertos: Centros de Pensamiento (Think Tanks) en los que sociólogos, psicólogos, analistas de datos y expertos en tecnología trabajan juntos para planear estrategias efectivas.

El trabajo en red hace que las campañas de manipulación se expandan rápido y a gran escala, llegando a millones en cuestión de horas.

Las redes neuronales son sistemas de inteligencia artificial que imitan cómo funciona el cerebro humano para procesar información. En la guerra cognitiva, estas redes son extremadamente útiles porque:

  • Detectan patrones: Analizan datos de redes sociales y otros espacios para entender qué piensan o sienten las personas.
  • Crean contenido manipulado: Pueden generar mensajes personalizados, desde noticias falsas hasta videos editados (deepfakes), diseñados para impactar más a ciertos grupos.
  • Optimizan estrategias: Calculan cuándo y cómo es mejor lanzar mensajes para que tengan el mayor efecto.
  1. La guerra cognitiva usa redes neuronales para analizar datos y predecir cómo las personas reaccionarán.
  2. Estas predicciones ayudan a crear mensajes que se difunden a través del trabajo en red, llegando a la mayor cantidad de gente posible.
  3. El trabajo en red permite que las tácticas de manipulación crezcan exponencialmente, usando plataformas digitales como vehículos principales.
  4. Las redes neuronales hacen que este proceso sea más rápido y preciso, asegurándose de que los mensajes impacten donde más importa.
  5. Las redes neuronales monitorean cómo la gente reacciona a los mensajes y ajustan la estrategia en tiempo real.
  6. Gracias al trabajo en red, estos ajustes se implementan rápidamente, lo que mantiene la eficacia de la campaña.

Existen dos enfoques contrapuestos en la batalla cultural, cada uno con objetivos diametralmente opuestos:

  1. El primero es el enfoque de aquellos que buscan establecer una hegemonía cultural e ideológica al servicio de las élites. Este esfuerzo está dirigido a alienar a la mayoría social, moldeando su percepción y manipulando sus creencias para que terminen defendiendo intereses que son profundamente contrarios a los suyos propios. Aquí, la cultura y las ideas se convierten en herramientas de dominación, diseñadas para perpetuar el poder de unos pocos sobre las mayorías.
  2. El segundo enfoque plantea una perspectiva radicalmente distinta: la descolonización de las mentes. Este camino tiene un objetivo profundamente emancipador, orientado a liberar a las personas de las estructuras mentales impuestas por el sistema dominante, permitiéndoles reconocer y defender sus intereses colectivos frente a las dinámicas de opresión.

Aunque estos enfoques son opuestos en sus fines, comparten las herramientas con las que se llevan a cabo. Elementos como la guerra cognitiva, el trabajo en red y las redes neuronales representan una combinación poderosa que está transformando la manera en que se lucha en el terreno de las ideas en la era digital.

Estas herramientas pueden ser utilizadas tanto para perpetuar la opresión como para promover la liberación:

  • En manos del capitalismo y el ultraliberalismo, la guerra cognitiva se convierte en un instrumento de manipulación masiva, moldeando lo que la gente piensa. El trabajo en red sirve como un vehículo para que estas estrategias se difundan ampliamente, y las redes neuronales permiten personalizar y afinar los mensajes para cada público objetivo. En conjunto, estas técnicas se emplean para reforzar la alienación de las masas y consolidar la dominación ideológica de las élites.
  • Desde una perspectiva emancipadora, estas mismas herramientas pueden ser reapropiadas para fines opuestos. En lugar de manipular, buscamos descolonizar las mentes: desmontar los prejuicios, las narrativas y las estructuras de pensamiento que perpetúan la opresión, y empoderar a la mayoría social para que reconozca su capacidad de transformar la realidad y organice la contraofensiva.

Esta contradicción en el uso de las herramientas digitales pone de manifiesto que la batalla cultural no es más que un capítulo contemporáneo de la lucha de clases, la más antigua y persistente de las luchas. En este tablero, el desafío no solo radica en cómo utilizamos estas herramientas, sino también en cómo protegemos nuestra información y mantenemos firme nuestro objetivo emancipatorio. La clave está en construir una estrategia que sirva a la mayoría social, defendiendo los intereses de las grandes masas frente a los intentos de dominación por parte de las élites.

Como señala el profesor Fernando Buen Abad en el artículo Hacia un Mapa de la “Batalla Cultural” (el otro nombre de la guerra cognitiva)este enfrentamiento está presente en muchos espacios:

  1. Los medios de comunicación: Empresas gigantes como Netflix, PRISA o Mediaset influyen en nuestras ideas a través de películas, noticias y programas que promueven valores capitalistas como el consumo y la competencia.
  2. La educación: Algunos grupos diseñan programas escolares que refuerzan el individualismo y hacen que aceptemos el capitalismo como algo inevitable.
  3. La publicidad y el entretenimiento:
    Las agencias publicitarias y plataformas digitales como Google, X (anteriormente Twitter) y Meta influyen directamente en lo que consumimos y en cómo percibimos el mundo, promoviendo estilos de vida alineados con los intereses del sistema actual. Además, la mayoría de las redes sociales potencian el individualismo al fomentar un tipo de narcisismo alimentado por la búsqueda de «likes» y la viralización de publicaciones.
  4. Las instituciones financieras: Organismos como el FMI y el Banco Mundial imponen políticas que favorecen a las élites, mientras otros, como la OMC, protegen a las grandes corporaciones.

La batalla cultural también se siente en cómo pensamos. Los medios y las grandes empresas normalizan valores como el individualismo, el consumo excesivo y la desigualdad, haciéndonos creer que estas cosas son «normales» o inevitables. Además, usan noticias falsas, manipulan símbolos culturales y crean burbujas en internet para limitar el pensamiento crítico y mantenernos distraídos.

Por ejemplo, muchas películas o series glorifican el éxito personal y la acumulación de riqueza, mientras las redes sociales refuerzan las divisiones entre las personas al mostrarnos solo lo que queremos oír.

Para cambiar esta realidad, necesitamos construir una contracultura que desafíe estos valores y proponga otros más humanos y justos. Algunas ideas son:

  • Aunque la batalla es tremendamente desigual y, por lo tanto, nosotros no vamos a tener ni los tanques de pensamiento que tienen las derechas y que tienen unos presupuestos mas propios de un estado que de una Fundación; no tendremos ni Netflix ni Twitter ni Google ni Facebook; nosotros tenemos la posibilidad y, yo diría que la obligación, de utilizar las mismas herramientas que usan ellos para resistir e incluso avanzar en esta batalla de las ideas, es decir: la guerra cognitiva, el trabajo en red y las redes neuronales.
  • Crear espacios culturales alternativos: Radios comunitarias, colectivos artísticos y movimientos indígenas ya están luchando contra esta hegemonía.
  • Fomentar la educación crítica: Diseñar formas de aprendizaje que promuevan la colaboración y el pensamiento crítico, no solo la competencia.
  • Producir nuevos contenidos culturales: Crear música, cine y arte que celebren la diversidad y cuestionen las narrativas del sistema actual.

La batalla cultural no solo es una pelea de ideas; es un esfuerzo por cambiar las condiciones que nos oprimen, tanto en lo material como en lo simbólico. Para lograrlo, necesitamos:

  • Unir fuerzas: Es imprescindible la creación de una agenda común, así como alinear los esfuerzos para que nuestros centros de pensamiento y herramientas comunicativas actúen de manera coordinada. Esto implica generar las condiciones necesarias para que todas las iniciativas trabajen en sintonía, maximizando su impacto y evitando la dispersión de esfuerzos. La coordinación no solo fortalece la efectividad de nuestras acciones, sino que también refuerza la capacidad colectiva de construir un discurso contrahegemónico que confronte de manera estratégica las narrativas del capitalismo y de su fase superior y más agresiva: el imperialismo.
  • Educar y actuar: Combinar teoría y acción para cuestionar el poder actual.
  • Crear nuevos significados: Construir un imaginario que reemplace los valores capitalistas con otros basados en la justicia y la solidaridad.

La batalla cultural está produciendo resultados desiguales en las distintas regiones del mundo. En los países cuyos gobiernos son satélites de Washington, la visión promovida por quienes actúan al servicio de las élites ha alcanzado una hegemonía casi absoluta. Esto se debe, en gran medida, a la incomparecencia de una izquierda que, atrapada en la pusilanimidad y el temor, ha renunciado a librar una lucha ideológica de fondo. En lugar de confrontar el sistema, esta izquierda ha optado por buscar legitimarse ante él, aceptando un papel subordinado que no trasciende la función de recoger la mesa y lavar los platos tras el banquete de las élites.

Por el contrario, en aquellas regiones donde la izquierda ha asumido abiertamente la tarea de transformar la sociedad en beneficio de las mayorías, con el horizonte claro del socialismo, se evidencia un choque frontal contra el marco autoritario y neoliberal. En estos contextos, los procesos revolucionarios han resistido con firmeza, enfrentando todo tipo de guerra sucia pero sin dar un paso atrás, ni siquiera para coger impulso. Esta determinación y resiliencia demuestran que, cuando existe voluntad política y claridad de objetivos, es posible contrarrestar la ofensiva ideológica de las élites y avanzar hacia modelos de sociedad más justos y equitativos.

En este contexto, es más necesario que nunca actuar con coherencia y valentía. Defender los procesos revolucionarios y antihegemónicos dondequiera que se desarrollen no es solo una cuestión de solidaridad, sino un deber histórico. Venezuela y Cuba, pese a las adversidades, son faros de dignidad en un mundo donde las grandes potencias intentan someter a los pueblos mediante la guerra, el chantaje económico y la manipulación mediática. Defenderlos significa también defender un futuro donde los pueblos puedan decidir su propio destino, sin tutelajes ni injerencias.

En las recientes elecciones presidenciales en Venezuela, Nicolás Maduro fue elegido como presidente de la República Bolivariana de Venezuela en un proceso que, mal que les pese a algunos, fue llevado a cabo de forma impecable e incontestable conforme a la constitución y las leyes del país. Con ello, Maduro es el presidente legítimo y constitucional de Venezuela. Sin embargo, esta verdad ha sido sistemáticamente cuestionada por Estados Unidos y sus aliados, quienes, en su afán de recuperar el control de lo que consideran su «patio trasero», han desatado una campaña de deslegitimación y agresiones contra Venezuela.

EE.UU., como parte de su estrategia imperialista, se niega a reconocer la legalidad de estas elecciones. Para el imperio, Venezuela, junto a Cuba, representa el principal obstáculo para imponer su agenda de saqueo y dominación en Nuestra América. Las sanciones económicas, los bloqueos financieros y la promoción de desinformación son solo algunas de las herramientas con las que buscan estrangular a estos pueblos dignos. Pero lo que realmente les incomoda no es el Presidente Maduro ni su gobierno, sino la resistencia de un pueblo que no se arrodilla, que lucha por su soberanía y que defiende un modelo alternativo al neoliberalismo depredador que tanto beneficia a las élites del norte.

Lo más lamentable es ver cómo algunos gobiernos que se autodenominan «de izquierdas», incluso partidos que se proclaman progresistas o de izquierdas, también se pliegan al discurso del imperio. En lugar de mantenerse firmes, prefieren mirar hacia otro lado, incapaces de enfrentar con valentía las presiones externas. A esos sectores hay que recordarles una verdad innegociable: no se puede ser de izquierdas sin ser antiimperialista y antifascista. La izquierda, o se compromete con la lucha por la soberanía de los pueblos y contra el colonialismo moderno, o deja de ser izquierda.

Hoy más que nunca, debemos respaldar a Venezuela y Cuba frente a los ataques del imperio y sus mayordomos. Esto implica denunciar las sanciones, rechazar las campañas de desinformación y movilizar la solidaridad internacional para exigir respeto a la soberanía de estos pueblos. Pero también implica un compromiso interno: no podemos permitir que el miedo o la conveniencia política nos hagan flaquear en esta lucha.

La historia nos juzgará no solo por lo que hicimos, sino también por lo que dejamos de hacer. No basta con hablar de justicia social, de igualdad o de revolución si, a la hora de la verdad, permanecemos callados ante las agresiones imperialistas. La coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos es lo que nos define. Por eso, levantar la voz y las banderas de la dignidad junto a los pueblos que resisten no es solo cuestión de solidaridad, también lo debemos hacer como una forma de defensa propia. Unidos, con valentía y convicción, construiremos un mundo donde la soberanía de los pueblos sea respetada y el imperialismo no tenga cabida.

Autor: Manu Pineda

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