Trump vuelve con políticas de odio, negacionismo y autoritarismo (I)

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Las políticas agresivas, las declaraciones incendiarias y el rechazo a las normas internacionales caracterizaron su mandato anterior. Foto: EFE


Por: Manu Pineda

29 de enero de 2025 Hora: 20:03

No hay mejor forma de ilustrar el juego de la democracia liberal y multipartidista en los Estados Unidos que con una anécdota irónica contada por el General Raúl Castro durante la apertura del séptimo Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC). En su intervención, el líder revolucionario bromeó sobre las diferencias entre los partidos Demócrata y Republicano: “Eso es igual a que si en Cuba tuviéramos dos partidos: Fidel dirige el uno y yo el otro. Seguro que Fidel va a decir: yo quiero dirigir el comunista. Y yo diría: bueno, yo quiero dirigir el otro, no importa el nombre”.

El humor de Raúl Castro, que caricaturiza las divisiones partidistas en Estados Unidos como una mera formalidad, adquiere un significado más profundo al analizar la continuidad de políticas injerencistas entre administraciones. La democracia liberal estadounidense, en su estructura bipartidista, permite alternancias de poder que, en muchos casos, no representan cambios sustanciales en el rumbo del país. Ya sea bajo la administración Trump o la de Biden, las decisiones de política exterior reflejan un consenso imperialista cuyo objetivo es el mantenimiento del dominio geopolítico mientras que el Derecho Internacional, los Derechos Humanos, la Paz y la Justicia Social se quedan, en el mejor de los casos en eslóganes, cuando no en obstáculos que sortear para conseguir el objetivo real.

La primera elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos, en 2016, encendió las alarmas de diversas organizaciones, movimientos sociales y partidos políticos, que vieron en su ascenso una amenaza para la democracia y la estabilidad mundial. Las políticas agresivas, las declaraciones incendiarias y el rechazo a las normas internacionales caracterizaron su mandato anterior. Sin embargo, este fenómeno también plantea un riesgo: asumir que la administración de Joe Biden y Kamala Harris, que sucedió a Trump, representa un contraste absoluto y una era de progresismo, multilateralidad y respeto irrestricto al Derecho Internacional y los Derechos Humanos.

Lejos de ser un período de transformación progresista, el mandato de Biden y Harris ha estado marcado por una profundización en políticas que tratan de reforzar la hegemonía estadounidense a través de estrategias militares y económicas agresivas. En el frente internacional, la administración Biden ha mantenido un enfoque belicista, con la guerra en Ucrania como su eje principal. El apoyo incondicional a la OTAN y la decisión de utilizar a Ucrania como bastión contra Rusia han intensificado un conflicto que amenaza con escalar a niveles globales. La figura de un líder autoritario con inclinaciones ultranacionalistas y neonazis como Volodímir Zelenski, ha sido respaldada sin reservas, mientras se nos vende los intereses estadounidenses como una lucha por la “democracia”.

En el Medio Oriente, la administración Biden ha continuado con el patrocinio, vergonzante pero incondicional, al régimen israelí, patrocinio nada oculto en el ámbito militar y económico, y con su protección política y diplomática en el Consejo de Seguridad de la ONU ante las propuestas de condena por el genocidio contra la población palestina de Gaza.

En política interna, la administración de Joe Biden y Kamala Harris ha mostrado diferencias con el mandato de Donald Trump, especialmente en temas de libertades civiles y avances sociales. Desde una mayor apertura en cuestiones de derechos reproductivos hasta la promoción de políticas climáticas más ambiciosas, el gobierno demócrata ha intentado marcar distancia. Sin embargo, en política exterior, las diferencias se diluyen en un preocupante continuismo que prioriza la confrontación, el militarismo y la injerencia.

El mandato de Biden ha estado marcado por una apuesta belicista. En el conflicto en Ucrania, su administración ha encabezado el apoyo armamentístico masivo a Kiev, escalando tensiones con Rusia. En Palestina, Estados Unidos ha continuado respaldando sin reservas las acciones de Israel, ignorando denuncias de violaciones de derechos humanos. Asimismo, las relaciones con China han seguido tensándose, con sanciones económicas y políticas de contención que reavivan la dinámica de la Guerra Fría.

En América Latina, la continuidad injerencista ha sido evidente. Biden ha mantenido medidas de bloqueo y sanciones que afectan gravemente a países como Cuba y Venezuela, mientras apoya intentos de desestabilización política para favorecer intereses estadounidenses en la región.

Pese a su retórica de diplomacia y cooperación, la política exterior de Biden ha reforzado un modelo de dominación militar y económica que choca frontalmente con los valores de paz y respeto a la soberanía que su gobierno dice defender.

Desde antes del estallido del conflicto en Ucrania, la administración de Joe Biden ha jugado un papel central, dejando claro que, más allá del sufrimiento del pueblo ucraniano, el verdadero enfrentamiento es entre Rusia y la OTAN, herramienta de guerra, muerte y destrucción al servicio de los intereses de Estados Unidos. Ucrania no es más que el tablero en el que el imperio norteamericano mueve sus fichas, mientras los ucranianos son quienes ponen los muertos.

La narrativa oficial de Washington gira en torno a la defensa de la “soberanía” y “democracia” ucranianas, pero los hechos revelan una estrategia geopolítica mucho más compleja. Desde antes de 2014, con el respaldo al golpe de Estado contra el gobierno de Víktor Yanukóvich, hasta la escalada actual, Estados Unidos y sus aliados han utilizado a Ucrania como un peón en su lucha por debilitar a Rusia. El envío masivo de armas a un Zelenski autoritario —con tendencias filonazis, que ha ilegalizado a toda la oposición y suspendido las elecciones—, las sanciones económicas y la expansión progresiva de la OTAN hacia las fronteras rusas son ejemplos claros de cómo este conflicto responde más a los intereses estratégicos de Occidente que a la defensa de Kiev.

La administración Biden ha invertido miles de millones de dólares en apoyo militar a Ucrania, presentándolo como un gesto de solidaridad. Sin embargo, esta intervención ha prolongado la guerra, condenando a Ucrania a una devastación continua y a decenas de miles de muertos. Los envíos de armamento no han sido más que gasolina para el fuego, dejando claro que el objetivo no es la paz, sino desgastar a Rusia en un conflicto prolongado, sin importar el costo humano.

Además, Estados Unidos ha utilizado la guerra para fortalecer su control sobre Europa, subordinando a los países del continente mediante su dependencia militar y energética. La presión para romper los lazos económicos con Rusia ha asfixiado a las economías europeas, mientras las grandes corporaciones estadounidenses, especialmente del sector energético y armamentístico, obtienen beneficios extraordinarios.

Por su parte, Biden ha impedido cualquier iniciativa seria de negociación, bloqueando intentos de diálogo e incluso saboteando propuestas internacionales de mediación. En su lugar, ha apostado por una narrativa que demoniza a Rusia, ignorando por completo las responsabilidades de Occidente en la escalada del conflicto.

La guerra en Ucrania no es una lucha entre iguales. Es una maniobra imperialista, en la que Estados Unidos utiliza a la OTAN como herramienta para confrontar a Rusia, mientras el pueblo ucraniano paga el precio más alto. En este tablero geopolítico, las vidas perdidas y el sufrimiento humano son meros daños colaterales para los estrategas de Washington.

La administración de Biden ha mostrado un respaldo continuo y sólido régimen israelí durante los más de 15 meses de genocidio en Gaza. Este apoyo refleja una continuidad con la política histórica de Estados Unidos hacia la entidad sionista israelí, pero también una falta de voluntad para hacer frente a las acciones de este régimen contra el pueblo palestino.

En múltiples ocasiones, Estados Unidos ha utilizado su poder de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU para bloquear resoluciones internacionales que buscaban imponer medidas que obligaran a detener la agresión israelí. Estas resoluciones, siempre apoyadas por una amplia mayoría de países, incluían llamados al alto el fuego, la protección de los civiles palestinos y el respeto al derecho internacional humanitario.

El uso del veto por parte de la administración Biden ha sido una señal de apoyo incondicional a Israel, incluso frente a violaciones de derechos humanos tan claras que han llevado a la Corte Internacional de Justicia de decretar medidas cautelares para impedir el genocidio (medidas que Israel no ha acatado) y a la Corte Penal Internacional de decretar orden de arresto internacional contra Benjamin Netanyahu y su ex ministro de guerra, Yoav Gallant. El bloqueo constante de EEUU ha impedido la adopción de medidas internacionales efectivas para frenar la el genocidio y garantizar la protección de la población civil en Gaza, dejando a millones de personas en una situación de extrema vulnerabilidad.

A pesar de algunas declaraciones públicas de la administración Biden expresando preocupación por la situación humanitaria en Gaza, estas palabras no se han traducido en acciones concretas para frenar la violencia. Por el contrario, Estados Unidos ha continuado enviando ayuda militar y armamento avanzado al agresor sionista durante este periodo, lo que ha permitido que las operaciones militares en Gaza y en toda la región se hayan mantenido con una capacidad devastadora cuyo resultado es la destrucción masiva de infraestructura civil y un número alarmante de asesinados entre la población de Palestina y de toda la región, en su mayoría niños y mujeres.

La política de la administración Biden respecto al genocidio en Gaza ha evidenciado su política de doble estándar en la defensa de los derechos humanos. Mientras Estados Unidos ha condenado agresiones muy inferiores en otros contextos, su apoyo incondicional a Israel ha impedido cualquier avance hacia la resolución del conflicto y ha exacerbado el sufrimiento de la población palestina. La falta de acciones efectivas para promover la paz y proteger a los civiles en Gaza evidencia el patrocinio de Estados Unidos a la banda de Tel Aviv así como su falta de compromiso con los principios de justicia y derecho internacional.

En relación con Cuba, durante su campaña presidencial de 2020, Joe Biden prometió adoptar un enfoque más conciliador hacia la isla, comprometiéndose a revertir las medidas restrictivas impuestas por Donald Trump. Estas medidas, 243 en total, incluyeron restricciones a las remesas, limitaciones en los vuelos comerciales y privados, así como un endurecimiento de las sanciones económicas destinadas a asfixiar al pueblo cubano, con el propósito declarado de generar desafección hacia el gobierno revolucionario y propiciar su derrocamiento. Sin embargo, Biden ha incumplido su promesa de retomar la política de acercamiento que caracterizó el final de la administración de Barack Obama, en la que él mismo se desempeñó como vicepresidente.

La política de Obama hacia Cuba representó un cambio histórico en las relaciones entre ambos países. En 2014, Obama anunció el restablecimiento de relaciones diplomáticas, facilitó los viajes entre Estados Unidos y Cuba, y flexibilizó restricciones comerciales y financieras. Este acercamiento culminó en 2016 con la histórica visita oficial de Obama a La Habana, la primera de un presidente estadounidense en casi 90 años.

En contraste, Biden ha optado por mantener intactas las medidas coercitivas impuestas por Trump, ya sea por falta de voluntad política o debido a presiones internas de sectores opuestos a cualquier flexibilización hacia Cuba.

La decisión más injusta y grave de las políticas de Estados Unidos hacia Cuba fue la de incluir al país en la lista de Estados patrocinadores del terrorismo. Esta medida fue adoptada por Trump en enero de 2021, pocos días antes de dejar el cargo. Es importante destacar que fue la administración Obama-Biden la que, en 2015, retiró a Cuba de esta lista como un gesto simbólico del restablecimiento de relaciones diplomáticas.

Pese a sus promesas de revertir las políticas de Trump, Biden no había tomado ningún paso concreto para sacar a Cuba de esta lista hasta el 14 de enero de 2025, cuando notificó al Congreso su intención de hacerlo. Sin embargo, esta decisión no llegó a implementarse, ya que Donald Trump, al asumir su segundo mandato el 20 de enero de 2025, revocó la medida de Biden, manteniendo a Cuba en la mencionada lista. Este estatus complica gravemente las relaciones diplomáticas y económicas de la isla con otros países, limitando su acceso a financiamiento internacional y profundizando la crisis económica.

En resumen, aunque Biden prometió continuar el legado de Obama y revertir las políticas más duras de Trump hacia Cuba, la realidad es que su administración ha mantenido la totalidad del statu quo. Su falta de acción concreta no solo contradice las expectativas generadas durante su campaña, sino que perpetúa una política que agrava las condiciones de vida en la isla y tiene devastadoras consecuencias para el pueblo cubano.

Durante el mandato de Joe Biden, las políticas de presión contra el gobierno del presidente Nicolás Maduro, en Venezuela no solo se mantuvieron, sino que en algunos aspectos se intensificaron. Lejos de revertir las estrategias adoptadas por la administración de Donald Trump, Biden continuó aplicando sanciones económicas, financieras y diplomáticas que han generado sufrimiento y necesidades al pueblo venezolano.

Uno de los ejes principales de esta estrategia ha sido la permanencia de las sanciones sobre Petróleos de Venezuela S.A. (PDVSA), la principal empresa estatal del país y una fuente vital de ingresos para el gobierno venezolano. Estas sanciones han limitado severamente la capacidad de Venezuela para comercializar su petróleo en los mercados internacionales, reduciendo drásticamente sus ingresos y agudizando la crisis económica. Además, la administración Biden mantuvo la congelación de activos venezolanos en el extranjero, incluidos miles de millones de dólares en cuentas bancarias y recursos esenciales como la filial de PDVSA en Estados Unidos, CITGO. Estas medidas han generado un impacto directo sobre la economía venezolana, dificultando la adquisición de insumos médicos, alimentos y otros bienes básicos.

Biden también reafirmó el respaldo de Estados Unidos al autoproclamado Juan Guaidó como «presidente interino» de Venezuela. Este reconocimiento se acompañó de un refuerzo de las sanciones contra dirigentes y funcionarios venezolanos, así como de restricciones a individuos y empresas consideradas cercanas al gobierno.

Además de las acciones unilaterales, la administración Biden promovió esfuerzos multilaterales para aislar diplomáticamente al gobierno venezolano. En organismos como la Organización de Estados Americanos (OEA) y la ONU, Estados Unidos ha buscado consolidar coaliciones internacionales para condenar al gobierno de Maduro y promover su salida del poder. Estas acciones incluyeron campañas de presión diplomática y alianzas con países clave de la región para endurecer las restricciones económicas y políticas sobre Venezuela.

Una de las acusaciones más controvertidas hacia la administración Biden ha sido su respaldo a los sectores más violentos y ultraderechistas de la oposición venezolana. Esta política ha marginado a sectores moderados y democráticos de la oposición, que buscan una solución pacífica y negociada al conflicto político del país. Al mismo tiempo, Estados Unidos ha impuesto sanciones selectivas a líderes de la oposición democrática que no se han alineado con sus intereses estratégicos.

La mayoría de los organismos internacionales y defensores de derechos humanos coinciden en que las sanciones han tenido un efecto devastador en la calidad de vida del pueblo venezolano, exacerbando la crisis económica, social y migratoria.

En resumen, la administración de Joe Biden ha mantenido la línea dura de acoso y derribo contra el gobierno del presidente constitucional Nicolás Maduro, perpetuando las estrategias de presión económica, financiera y diplomática implementadas por su predecesor.

Desde el inicio de su mandato, Joe Biden ha mantenido una política estratégica hacia la República Popular China, enmarcada en lo que a todas luces podemos definir como una «nueva Guerra Fría». Aunque se esperaba que Biden adoptara un enfoque más diplomático en comparación con su predecesor Donald Trump, la realidad ha mostrado una intensificación de las tensiones en diversas áreas, desde lo comercial hasta lo militar, exacerbando las ya complejas relaciones entre ambas potencias.

Uno de los pilares de la estrategia de Biden contra China ha sido la continuación e incluso expansión de la guerra comercial iniciada durante la administración Trump. Las tarifas arancelarias impuestas a productos chinos permanecen en vigor, afectando sectores clave como la tecnología, los bienes de consumo y los insumos industriales. Además, la administración Biden ha implementado medidas adicionales para restringir el acceso de China a tecnologías avanzadas, en particular aquellas relacionadas con semiconductores y la inteligencia artificial.

La administración Biden ha intentado frenar de manera drástica el avance de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, también conocida como la Nueva Ruta de la Seda, que constituye el principal pilar de la política comercial y económica de China en el ámbito internacional. En este contexto, una de las prioridades ha sido limitar el crecimiento de las relaciones entre América Latina y el Caribe con China. Estas relaciones, basadas en el principio de beneficio mutuo y el respeto por la independencia política de cada país, han alcanzado niveles significativos, gracias a que ofrecen condiciones económicas y políticas más favorables que las históricamente ofrecidas por Estados Unidos, caracterizadas a menudo por enfoques de tipo colonial.
Otro objetivo clave ha sido tratar de fracturar la alianza BRICS. Por un lado, se han aplicado aranceles y medidas coercitivas a los países miembros de esta coalición, mientras que, por otro, se busca restablecer relaciones con países que se han refugiado en el BRICS en su intento de defenderse frente a las agresiones económicas e incluso militares promovidas por la administración Biden y sus aliados en la Unión Europea y la OTAN.

En 2022, Estados Unidos anunció la Ley de Chips y Ciencia, que busca fortalecer la fabricación nacional de semiconductores y reducir la dependencia de las cadenas de suministro chinas. Esta medida no solo tiene un impacto económico, sino también estratégico, ya que apunta a frenar el avance tecnológico de China en áreas críticas para su desarrollo militar e industrial.

Además, la administración Biden ha presionado a sus aliados en Europa y Asia para que adopten restricciones similares contra empresas tecnológicas chinas, como Huawei, alegando preocupaciones de seguridad nacional. Estas acciones han generado respuestas contundentes de Beijing, que acusa a Washington de intentar contener su desarrollo mediante prácticas económicas desleales.

En el ámbito militar, la administración Biden ha reforzado su presencia en la región del Indo-Pacífico, consolidando alianzas y realizando maniobras que Beijing considera provocadoras. La estrategia del «Indo-Pacífico Libre y Abierto», promovida por Estados Unidos, tiene como objetivo cerrarle al gigante asiático el acceso a rutas comerciales críticas.

Estados Unidos ha fortalecido alianzas militares como el Quad (con India, Japón y Australia) y ha formado nuevas coaliciones como AUKUS (con Australia y el Reino Unido), cuyo propósito es proporcionar submarinos de propulsión nuclear a Canberra. Estas alianzas son una amenaza contra China ya que podríamos no descartar que sean los preparativos para una escalada militar mayor.

Las frecuentes patrullas de buques de guerra estadounidenses en aguas disputadas del Mar del Sur de China, así como el envío de aviones militares cerca de Taiwán, han incrementado el riesgo de incidentes militares. China, por su parte, ha respondido con ejercicios militares de gran escala, patrullas de aviones en el estrecho de Taiwán y el desarrollo acelerado de capacidades navales avanzadas.

Taiwán ha sido uno de los puntos más delicados en las relaciones entre Estados Unidos y China. Aunque Washington reconoce oficialmente la política de «Una sola China», ha incrementado su apoyo militar y político a Taiwán. La venta de armamento avanzado a la isla, junto con visitas de altos funcionarios estadounidenses, ha exacerbado las tensiones con Beijing, que considera estas acciones una interferencia en sus asuntos internos.

La administración Biden reafirmó su compromiso de ayudar a Taiwán a defenderse en caso de una invasión china, generando incertidumbre sobre el alcance de su apoyo militar. Este respaldo ha sido criticado por Beijing como una violación de los acuerdos diplomáticos y una amenaza directa a su soberanía.

La política de confrontación hacia China también ha generado preocupaciones sobre sus implicaciones económicas y geopolíticas. El desacoplamiento parcial de las economías de Estados Unidos y China ha afectado las cadenas de suministro globales, encareciendo productos y creando incertidumbre en los mercados internacionales.

Además, la intensificación de las tensiones militares y comerciales entre ambas potencias amenaza con desestabilizar la región del Indo-Pacífico, un área de importancia estratégica para el comercio mundial. Los países vecinos, que dependen tanto de Estados Unidos como de China, se enfrentan al desafío de equilibrar sus relaciones con ambas potencias sin verse arrastrados al conflicto.

La administración Biden ha adoptado una política decidida para contrarrestar la influencia de China en el escenario global. Estas medidas intentan preservar la hegemonía de Estados Unidos en áreas clave, también han incrementado el riesgo de confrontaciones militares, el desacoplamiento económico y la polarización geopolítica. La escalada de tensiones plantea preguntas sobre la viabilidad de un enfoque más cooperativo y sobre el impacto que este conflicto prolongado tendrá en la estabilidad global.

Podemos resumirlo diciendo que tanto los demócratas como los republicanos, incluyendo la versión más reaccionaria, conservadora y nacionalista de estos, representada por el magnate Donald Trump con su lema «Make America Great Again» (MAGA), comparten un mismo proyecto estratégico: el mantenimiento de la hegemonía mundial del imperialismo estadounidense. Aunque difieren en la táctica y las formas, su estrategia es común.

Tras su regreso a la Casa Blanca, Donald Trump ha dejado claro que su agenda política sigue basada en el autoritarismo, el desprecio por los derechos humanos y la negación de los desafíos globales más urgentes. A través de una serie de decretos presidenciales y declaraciones públicas, Trump ha lanzado una ofensiva contra los inmigrantes, contra la protección del medioambiente, las comunidades más vulnerables y el multilateralismo internacional, consolidando su imagen como abanderado de la extrema derecha global.

Autor: Manu Pineda

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