Ya van dos veces que Rusia pone de cabeza a Estados Unidos y, más en concreto, al jefe formal del imperio, Barack Obama. Primero fue Siria. Todo estaba en marcha para hacer con este país y con el presidente Bashar Al Assad lo mismo que se hizo con Libia y con Muammar Gadafi. Pero Rusia apareció en escena respaldando al gobierno sirio, que decidió resistir, y Obama tuvo que dar humillante media vuelta.

Ahora la humillación ha sido en Ucrania. Todo estaba listo para cercar a Rusia y privarla de su única salida al Mediterráneo, situada en la península de Crimea. Pero el presidente ruso, Vladimir Putin, se movió rápidamente y deshizo los planes yanquis.

Primero y con métodos democráticos impecables logró la separación de Crimea respecto de Ucrania y, en seguida, la incorporación de la estratégica península a la Federación Rusa. Pero parece que las cosas pueden ir más allá. Digamos con la separación de las regiones ucranianas del oriente y del sur respecto de Kiev, así como con una eventual y nada improbable estrecha vinculación de estas zonas con Moscú.

Las dos victorias de Putin, desde luego, son dos triunfos del antiimperialismo; un triunfo de las fuerzas progresistas del planeta; un triunfo de los afanes de paz de miles de millones de seres humanos en todo el orbe. Un triunfo de China, de Irán, de Cuba, de Venezuela, de El Salvador, de Bolivia, de Ecuador. Y también del pueblo mexicano, aunque no, claro está, del gobierno y de las élites políticas y económicas de México que han asumido como derrota propia el fracaso sirio y ucraniano de Obama.

Frente al duro revés en Ucrania, el presidente yanqui amenaza a Rusia con sanciones. ¿Cuáles? ¿Negar visa de entrada a EU a funcionarios, políticos y hombres de negocios rusos? ¿Algo más? ¿Ordenar a sus vasallos europeos que dejen de comprar el gas ruso con el que calientan sus hogares, oficinas, escuelas y fábricas? ¿Impedir que los niños rusos visiten al ratón Miguelito y a sus amigos en las varias disneylandias?